El lector de Julio Verne, de Almudena Grandes, narra la historia de un niño durante los últimos años de la década de los cuarenta que, al ser su padre Guardia Civil, vive con su familia en el cuartel de un pueblo de Jaén.
Almudena Grandes nos acerca a ese pueblo, Fuensanta de Martos, donde tienen la necesidad de convivir personajes de muy diversa índole y de muy diferente pensamiento político, muchas veces dado por las circunstancias, en un tiempo en el que muchos hombres se echaban al monte para sumarse a los movimientos guerrilleros antifascistas. De palabras de la autora:
"Aquellos días eran días de dos caras, complicados días de sonrisas hipócritas y silencios de piedra, días de sálvese quien pueda, en los que levantarse de la cama por la mañana era un triunfo, y volver a ella sano y salvo por la noche, una hazaña similar. Para culminarla, la regla de oro consistía en acatar la voluntad del terror, reducir la vida al mínimo y no hacer nada, no saber nada, no decir nada, mirar sin ver, escuchar sin oír, y no comprender".
Las mujeres de los que abandonaron su casa para echarse al monte lo tenían francamente difícil para ganarse el pan. Una forma de ganarse la vida era la recova. En una de sus acepciones, la recova es la compra de huevos, gallinas y otras cosas semejantes, que se hacen por los lugares para revenderlas. Almudena Grandes trata el tema de la siguiente manera:
"Mi madre le compraba huevos a escondidas por más que mi padre se lo tuviera prohibido, pero a él le gustaba tanto comérselos que cuando mojaba el pan en la yema y veía su color, y el de la clara, hinchada como un buñuelo blanco alrededor del cráter anaranjado, espeso, meneaba la cabeza con un gesto de satisfacción que desmentía sus protestas. Has vuelto a comprarle huevos a Filo, Mercedes, decía solamente...pero yo soy Guardia Civil y un día de estos vamos a tener un disgusto...Por eso, porque sus yemas eran naranjas y no amarillas, porque sus claras se recogían sobre sí mismas en lugar de desparramarse al caer en el aceite hirviendo... Y por eso a mi padre no le quedaba más remedio que tolerar que su mujer tuviera tratos con una roja".
Más adelante, habla de la pleita; que según su definición en el diccionario de la RAE es una faja o tira de esparto trenzado en varios ramales, o de pita, palma, etc., que cosida con otras sirve para hacer esteras, sombreros, petacas y otras cosas."Con la resaca de la victoria y con la excusa de que era difícil distinguir a las recoveras de los estraperlistas, alguien que trabajaba en algún despacho de la capital y pretendía hace todavía más imposible la vida de las mujeres rapadas, decidió prohibirla cuando todavía andaban afeitándole la cabeza las rezagadas. Los cortijeros protestaron, porque si nadie les compraba los huevos, se echarían a perder los que no pudieran consumir ellos mismos. Todo el mundo sabía que no podían dejar abandonadas las tierras, los animales, para salir a venderlos, pero la Guardia Civil siguió deteniendo a las mujeres que llevaban cestas por la carretera, volcando en el suelo lo que no les cabía en los bolsillos, llevándoselas a dormir al calabozo, y durante algún tiempo, los huevos se pudrieron en los gallineros. Hasta que un día, el hambre y la desesperación pudieron más que el miedo".
"Las razones por las que había podido llegar a prohibirse la cosecha espontánea de un junco que crecía solo en medio del monte, sin que lo hubiera plantado nadie, y que servía para hacer objetos de primera necesidad que casi todos los vecinos sabían fabricar con sus propias manos, eran más complejas que las que habían impulsado la ilegalización de la recova. Para comprobarlo, bastaba con saber quiénes tenían licencia para cosechar y vender pleita al Servicio Nacional del Esparto, al que todo el mundo tenía que acudir para comprarla. En Fuensanta de Martos eran don Justino, su hermano, Carlos Mariamandil, y dos o tres más, que ganaban dinero con cada par de alpargatas, con cada serón, con cada alforja y con cada persiana que se vendieran en el pueblo, porque quienquiera que los hubiera hecho, había tenido que comprarle el esparto antes a ellos, aunque no fuera suyo, sino del monte".
Así, hacer pleita no estaba prohibido, pero sólo se podía coger esparto con una licencia que expedía la Guardia Civil, porque su venta estaba regulada.
Eran, sin duda, tiempos difíciles, nada comparables con los vividos en la actualidad, para la gente que tenía que vivir como podía en un lugar en el que las rencillas, arraigadas por el miedo y la desconfianza, y las heridas sin cicatrizar, muchas, abiertas de por vida, hacían mella en las relaciones más básicas y elementales. Mientras en el resto de Europa caían los fascismos y se comenzaban a construir democracias, aquí se disponía de un gatillo fácil para aplicar una Ley de fugas ordenada desde los despachos de la capital. La gente, muerta de hambre literalmente, tenía el sentimiento, cuenta la autora, de que "esto es una guerra y no se va a terminar nunca".
Una y otra vez, durante la novela, escuchamos al padre de Nino, Antonino, dirigirse a su mujer: "Mira Mercedes, tú hazme caso y no me des consejos ". Un hombre, que pese a su ascendencia más bien comunista se vio obligado a incorporarse a la Guardia Civil al principio de la guerra por creer que era lo mejor para su familia.
Tú hazme caso y no me des consejos: un clásico.
Tú hazme caso y no me des consejos: un clásico.
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